viernes, 8 de mayo de 2015

Rinse and Repeat. No me echéis la culpa por soñar.

La cosa se tuerce, ambas partes lanzamos amenazas como los niños lanzan piedras: es peligroso pero divertido, hasta que una piedra alcanza el blanco, momento en el que siempre hay alguien que se arrepentirá. La situación se calienta a niveles insospechados, por lo que retrocedo lentamente hacia el coche. Los matones se ponen nerviosos, manosean sus armas. Escucho los sutiles clics de las armas al quitarles el seguro. Con una profunda inclinación, me despido de mi… interlocutor. Abro la puerta y me siento, suspirando, en el asiento de atrás, indicándole al conductor con un gesto que arranque.

Antes de que empiece a moverse, una mano impacta con fuerza en el techo del coche, y mi contraparte se asoma a la ventana, con una sonrisa fiera. Tan sólo tiene un mensaje para mis clientes. Atento, le invito a dármelo, ya que yo podré transmitírselo, de buena fe. Su sonrisa se hace más pronunciada, adquiriendo un tinte aún más peligroso. Pero es el clic de su pistola el que hace que tanto mi sonrisa como mi sangre huyan de mi rostro. Sin darme tiempo a reaccionar, mis ojos se abren como platos, mis oídos resultan saturados, heridos, por múltiples detonaciones. Dispara su pistola en mí, descarga su arma hasta que esta se queda sin munición y no produce más que chasquidos. Su sonrisa de tiburón se acentúa por mi cara de sorpresa.

Tras apenas un instante de duda, de sorpresa, mi conductor arranca quemando rueda para sacarnos de ahí. 

− ¿Se encuentra bien, señor? –su pregunta me saca del pasmo.
− Sí. Sí –titubeo− No me ha dado, eran de fogueo. Para asustarnos. Pero mejor sáquenos de aquí lo más rápido que pueda.
− ¿De fogueo? –veo sus ojos en el retrovisor, me miran con duda, preocupados. Las calles pasan como una exhalación ante la ventana. Pronto estaremos a salvo.

Pero su mirada dudosa hace que yo también dude. Bajando la mirada, veo como mis ropas están destrozadas, hechas jirones a la altura del abdomen, empapadas de sangre. Mi zurda palpa, incrédula, el líquido caliente y oscuro que fluye desde el lugar del que no debería salir. Al mismo tiempo, la súbita comprensión y el más intenso de los dolores se abren paso en mi mente. El dolor estalla, blanco y cegador, nublando mis sentidos, con sus zarcillos dentados abriéndose paso desde mi abdomen, tragándose todas las demás sensaciones.

− Oh. Eran de verdad –Me escucho decir estúpidamente, desde muy lejos, antes de que la oscuridad se apodere de mí.

Salidas de la nada, aún muy lejos, algunas sensaciones se cuelan en mi mente, como la niebla matutina por los resquicios. Noto movimiento, pero estoy desorientado. Huele… a algo, algo que creo que prefiero no reconocer (A muerte, posiblemente). Unas voces se abren paso hasta mí, lejanas al principio, pero se aclaran poco a poco. Pero es una frase, proveniente de una voz con un acento, un deje, como de ghetto:

− Le llevaremos con mi colega, es un genio. Tiene una máquina que le arreglará−¿Una máquina?

- ♦ -

Mickey, vestido de ceremonia como un director de circo, presenta a Donald. Su acto consiste en descubrir una hamburguesa de gigantescas proporciones. El queso rezuma, las salsas gotean, la lechuga y el tomate asoman aquí y allá, todo ello entre gruesos ladrillos de carne muy hecha. Hilillos de vaho emanan del mesiánico bocadillo, mostrando así que está recién hecha y es muy jugosa. Donald aparece, entre aplausos, salivando y con la vista fija en la hamburguesa. Hace una inclinación respetuosa ante el público, que aplaude brevemente y, sin más preámbulos, coge la hamburguesa con ambas manos y procede a engullirla a velocidad sorprendente y prácticamente sin masticar. Risas entre el público, yo también rio. Ta-daa suena la orquesta, y Donald repite la reverencia aun con los carrillos a rebosar, despidiéndose así entre más aplausos. 

Mickey vuelve a aparecer, vestido en esta ocasión con un esmoquin y acompañado de Minnie, a la que lleva con la mano en alto, la cual va a su vez vestida de gala. Las luces se apagan, y se encienden dos focos: uno ilumina a la espectacular pareja y la otra, más tenue, a la orquesta, dirigida por un trajeado Goofie (Ay madre).

La pareja baila, baila, da vueltas y más vueltas bajo la hermosa melodía de la pieza. Siento que estoy como flotando en un sueño sólo con verles. Me siento transportado a mi infancia, cuando mi vida transcurría en la nebulosa de películas Disney, escuela y los juegos en el parque con mis amigos de siempre.

Esta última relación provoca un clic en mi mente: ¿Como en un sueño? Los colores de la pantalla se difuminan, la música se atenúa y emborrona delante de mí. Murmullos lejanos se van superponiendo a la pieza con la que bailan Mickey y Minnie. Es verdad, era un sueño, alcanzo a pensar antes que el sueño se torne en la oscuridad tras mis párpados.


- ♦ -

Abro los ojos, pero apenas hay diferencia alguna. Un brillo verdoso, unas figuras oscuras en la lejanía. Como si mirase a través de muchas capas de gasa, todo es borroso, indefinido. Antes siquiera de que alcance a pensar (que estoy en mi propio funeral) una voz susurra en mi oído. Oh, ¿un transmisor?

− No entres en pánico, por favor. Tómatelo como un simulacro, en seguida te sacaremos de ahí. Tú descansa. Además, ni siquiera te estamos enterrando a ti. –me dice una voz suave, dulce, poniendo especial énfasis en esas dos últimas palabras. 


Si no a mí, ¿A quién? ¿Por qué lo estoy… viendo? Pero esos pensamientos apenas tienen fuerza. Me siento cansado, exhausto, ¿dolorido? Si, recuerdo un dolor inimaginable, aunque ahora parece muy lejano. Creo que dormitaré un momento. 


- ♦ -

Al abrir los ojos de nuevo, puedo ver como la ciudad pasa a mi lado a través de un cristal oscurecido. Miro a mi alrededor y me encuentro en el interior de un coche, esta vez con compañía. Es una larguísima limusina, con todas las comodidades que ha sido posible adaptar a un coche de estas características: un bien aprovisionado minibar, pequeñas televisiones, teléfono vía satélite, todo lo que el dinero puede pagar. También la compañía, si bien no me sorprende, en el fondo me agrada: hay tres guardias bien vestidos, de maneras afables, sonrientes pero tensos. Musculados y serios en su trabajo, charlan animadamente para relajar la tensión. Han dejado una copa a mi alcance, dos dedos de whisky con un solo hielo, qué amables. A pesar de las diferencias evidentes, la situación me produce una sensación de déjà vu que provoca que mi estómago se encoja, oprimido por una mano invisible.

Durante el camino de ida, mi Pepito Grillo me susurra todos los detalles: con quién voy a tratar, lugar y hora de reunión, posibles peligros e incluso el pronóstico meteorológico. Noto en su voz como sonríe con estos últimos retazos de información e, inevitablemente, una de las comisuras de mis labios se eleva en un deje de sonrisa. Uno de mis gorilas lo ve y apunta que se me ve contento. El guardia que está a su lado le golpea en el hombro y le llama entrometido. Mi sonrisa se ensancha y hago un gesto con la mano, quitándole importancia. 

− Recuerdos –digo, sencillamente. Volviendo a mirar por la ventana, continuo:− Esta parte de la ciudad me trae recuerdos agradables, por suerte.

Sin embargo, el motivo de mi sonrisa no lo motivan los recuerdos, ni la sonrisa del informante de mi transmisor. Si no el hecho de que todo lo que me ha ido contando yo ya lo sabía, o al menos podría jurar que es así, todo es dolorosamente familiar. Por este hecho, casi podría haberme limitado a cronometrar el encuentro, adivinando quien iba a hablar, quien sería el primero en salirse de tono. Y por lo tanto, no hago si no sonreír ampliamente cuando uno de sus matones levanta una enorme pistola y me apunta. Mi sonrisa le desconcierta apenas una fracción de segundo. Esta vez tan sólo es un disparo. Caigo, y mi cabeza queda echada hacia atrás, sin fuerza. Lo último que ven mis ojos antes de perder la conciencia definitivamente, por fin, es una enorme mancha irregular, roja, casi negra, caliente, que se ha formado en los contenedores que había a mi espalda.

- ♦ -

En la televisión, el espectáculo continúa: Goofie, Donald y Mickey son trapecistas. Vuelan a una altura imposible, agarrándose entre ellos: Mickey lanza a Goofie, éste se agarra a Donald al caer. Hacen malabares con sus cuerpos, los trapecios y algún accesorio que se lanzan en el aire. Redobles de tambor adornan los números más difíciles. Los más peligrosos son coreados por exclamaciones de angustia del público, suspiros de alivio. Breves salvas de aplausos coronan cada parte de la actuación. La sempiterna (¿fingida?) torpeza de Goofie provoca que el número casi se valla al garete (casi, una campanilla se agita, lejana pero insistente, en mi mente al pensar en ello). Al final, los tres se reúnen en el suelo, bajando de forma espectacular e inclinándose ante el público, que se levanta a aplaudirles, enfervorecida.

- ♦ -

Abro de nuevo los ojos, la campanilla me acabó despertando. De nuevo, sólo veo oscuridad. Estoy en (¿otro?) entierro aunque esta vez no veo a gente, me resulta extraño. Pepito Grillo sigue sonando en mi oído y, aunque es una voz diferente, me reconforta tener a alguien.

− Nosotros nos encargamos, hermano –me dice, al final− Relájate, duerme un rato. Esto puede tardar. 

Claro, aunque no estoy precisamente cómodo, y no me parece… ¿educado? Echar una siesta en mi propio funeral. Aunque sí irónico, cuanto menos.

- ♦ -

Altos ejecutivos, trajeados, serios, sentados alrededor de una gran mesa de cristal. No hay papel alguno en la mesa, sólo unos delgados ordenadores portátiles que iluminan levemente las caras de mis… ¿Clientes? ¿Socios? ¿Competidores? (Verdugos) que me miran, atentos a mi discurso. Una gota de sudor resbala lentamente por mi frente, haciéndome cosquillas. Me alivio discretamente con un gran pañuelo blanco que saco del bolsillo de mi chaqueta, y a continuación lo guardo en el bolsillo de mis pantalones. No hace calor. Es sudor frio. Me siento, ante esta gente, como un cervatillo enfrentándose a una manada de lobos. Siento sus miradas acechantes en mí. No sonríen, pero sus ojos transmiten una alegría feroz, felices de la posibilidad de despedazarme ante el más mínimo error que pueda cometer (profesionalmente, claro… ¿verdad? ¿Verdad?). 

Dado que mis nervios han quedado en evidencia, sólo queda actuar con naturalidad, aunque hace rato que sé por dónde va la cosa. Sonrisas, asentimientos, palabras amables. Todos se levantan al tiempo para despedirse, inclinándose con respeto, sonrientes. Dos guardaespaldas me escoltan amablemente a la salida, aunque mis nervios se niegan a relajarse. 

Quedo desconcertado al darme cuenta de que la puerta es diferente a aquella por la que entré. Tenía que haberlo sabido (y en el fondo lo sabía), esto no es el ascensor. Al menos, no el que se usa habitualmente. Desde la terraza hay unas vistas espectaculares. Podría disfrutar del paisaje durante horas, observar la vida de la ciudad desde aquí arriba, ver como el Sol se ocultaría tras las montañas al anochecer. Pero no tengo tiempo. Nada más llegar al borde, uno de los gorilas me empuja, edificio abajo.

La caída es larga, eterna, como siempre se ha sospechado. Aunque las ventanas, los pisos, pasan a mi lado como una exhalación, el suelo que veo delante de mí es lejano y parece no moverse. Grito, no puedo evitarlo, conozco la próxima parada en el camino. De hecho, la veo venir hacia mí, precisamente el techo del Humvee en el que llegué. No les hará falta ningún informe detallado, soy el mensajero, en ambos sentidos. Llevé mi mensaje y ahora “traigo” su respuesta. Que eficiencia, que rapidez. De nuevo, el dolor es intenso, sobrecogedor, universal, tapando cualquier otra sensación. Si pudiese pensar con claridad prácticamente podría enumerar todo lo que se ha roto, desgarrado, cortado o perforado. Aunque resultaría más práctico enumerar lo que está intacto, dado que la lista es bien corta. Por suerte, gracias al cielo, el dolor es misericordiosamente breve y todo se apaga rápido.

- ♦ -

Debe haber un especial Disney en la televisión. Donald y Goofie están armando un lio tremendo en un edificio en construcción. Deben ser obreros en desacuerdo, llevan monos, se lanzan herramientas, tarteras, tornillos, todo lo que tienen a mano entre gestos amenazadores y puños alzados (¿Tarteras? De esas metálicas, se nota que es un episodio antiguo). El ruido de la televisión se ve eclipsado lenta pero inexorablemente por una sirena de bombardeo. Miro a mi alrededor pero no hay nadie. Nadie, todos deben estar escondidos, aguardando la situación, esperando a que pase el temporal. No como yo, aquí plantado, delante del escaparate, con los oídos taladrados por el ulular de la sirena. El especial Disney de la tele debía estar planteado para mantener a todos los críos en casa. 

- ♦ -

Esta vez no parece un funeral, o al menos, eso creo. Hay mucha más luz de lo habitual, se filtra a través de mis párpados cerrados con un tono rojizo, intenso. También hace calor, mucho. Noto las gotas de sudor en mi piel, empapan mi traje, me pegan el pelo a la frente. Escucho como las llamas rugen a mi alrededor, atenuando todos los demás sonidos, menos una voz. Mi Pepito Grillo ha cambiado de nuevo, aunque parece más nerviosa, me habla con urgencia, rápido, intentando que mantenga la calma. Deberías tranquilizarte tu primero, me parece a mí, porque ¿Qué es lo peor que me podría pasar? Parece más aceptable que todo esto, pienso, cansado. La luz y el calor me harán más difícil el descansar, pero estoy agotado. La cabeza me da vueltas.

- ♦ -

Alguien me palmea la cara, es molesto, duele. Arrugo el ceño y gruño.

− Despierta, tío. Mira que salir un domingo.
− Vete a… −aparto unos brazos a manotazos, luchando por abrir los ojos.
− Al curro, es a donde voy –me interrumpe− y tú también.
− ¿Hoy es…?
− Si, venga, tomate tu tortilla de analgésicos favorita –la voz se aleja, mi vista se adapta poco a poco a la luz− inundemos nuestras venas de cafeína y corramos. No quiero llegar tarde. Al menos, hoy no.

Me levanto entre una retahíla de juramentos y blasfemias que podrían haber hecho enrojecer al párroco de mi pueblo, mientras me sujeto la cabeza con una mano para evitar que se me desmonte. En el baño, me miro en el espejo y veo una fea cara, desaliñada y resacosa, mientras me rasco distraidamente la tripa por encima de la goma de los abdominales. Quien te mandaría…

Arreglados y frescos, prestos a salir, veo una tarjeta de visita en el cesto de la entrada, junto a mis llaves. La cojo, cuidadosamente, y miro a mi compañero de piso.

− ¿Y esto? –levanto la tarjeta para que pueda verla.
− ¿Eh? –deja de manosear sus llaves y me mira, desconcertado. Tras ver la tarjeta vuelve a las llaves− Oh, tú sabrás. Lo dejarías ahí anoche, supongo, no me había fijado. ¿Vamos?

Un escudo raro, diría que de un abogado (¿Centro financiero? ¿Agente de bolsa?… ¿Algo peor?), en la parte de delante. Por detrás está en blanco, salvo por unas palabras y un número, escrito a boli (verde, que curioso) rápida pero pulcramente: “Llámeme, hemos de negociar”.

No sé por qué, pero no me gusta cómo ha empezado el día.

-♦-♦-

Canción del día: Aerosmith - I don't wanna miss a thing.

Si, llevo mucho tiempo sin aparecer por aquí. Reticencias a escribir, ideas frustradas, pero esto tiene que salir adelante. Y por fin tuve, de nuevo, inspiración. en un sueño, si. es lo mas bizarro que he escrito hasta ahora, en mi opinión. Tremendamente largo para un blog (2299 palabras, contadas), pero dada la naturaleza del relato, Prefiero publicarlo aquí todo unido. Como siempre, espero que guste, aunque provoque más de un ceño fruncido, por decirlo así.

Pero oye, feliz fin de semana. Las cosas van saliendo. ladrillo a ladrillo. Saldremos de esta, continuaremos el camino. Juntos, ¿de acuerdo?.

PD: ¿Ese símbolo? La verdad, me lo encontré grafiteado en la pared, cerca de un estanco. Llamó poderosamente mi atención y decidí hacerle una foto. Puede que tenga futuros usos, me gustaría refinarlo, redibujarlo.

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